sábado, 24 de febrero de 2007

Trígimo, el comevidrios


Trígimo Suárez Arcia nació en Baracoa el 19 de septiembre de 1940 y debió llamarse, según el calendario, Genaro, pero los padres, temerosos de que le espetaran que “lo tumbó la mula”, como al célebre personaje del refranero popular cubano, le pusieron aquél apelativo sin sospechar que, finalmente, ni uno, ni otro lo habrían de identificar.
A los seis años le entraron deseos de comerse un vaso de cristal. Isabel Benita, la madre, quedó estupefacta ante la barbaridad del niño. Lo tildó de loco y estuvo a punto del paroxismo cuando el párvulo lanzó la vasija al aire, la trancó y trituró con sus aún pequeños dientecillos.
La pobre madre quedó atormentada y no dejaba de mirarlo con ojos alarmados en los días sucesivos, pero nada pasó, la digestión fue normal, no hubo “empacho”, no hubo heridas, ni siquiera brillo cristalino en sus vigiladas deposiciones.
Fue entonces que encontró su verdadero nombre, nada de Trígimo, nada de Genaro: Comevidrios, cualidad que lo marcaría de por vida y a la que añadiría otras ingestiones: un día se antojó comer cuchillas de afeitar y “pa, pa, pa… -rememora- me fueron bajando por el tubo digestivo. Otro día en un taller me dije: me atrevo a comer limalla del torno y no lo pensé más: me tragué media libra de los desechos ferrosos”.
Su singular vocación aperitiva nunca lo abandonó, ni en Angola, donde fue a parar como combatiente, primero, y constructor, después. Un tarde su destacamento regresaba de un enfrentamiento con el enemigo en la selvática Cabinda y Trígimo, estimulado por el “agradable olor de la pólvora que deja el combate”, añoró su eterno manjar. Al llegar al campamento confesó al jefe sus deseos; éste, entre incrédulo y burlón, le dio vía libre y no tuvo tiempo para retractarse: el bombillo desaparecía en la boca del combatiente mientras los soldados angolanos gritaban espantados: ¡”Es Drácula, es Drácula!”.
Para Trígimo comer vidrios es cosa normal, de cuando en cuando sale a la calle, empina el codo y se come un vaso, un bombillo o un plato, pero no por borrachera, sino porque le gusta. Hasta dos tubos fluorescentes se ha zampado de un golpe y no por vicio, sino por un poder que asegura le dio la Naturaleza.
Quien indaga sobre los efectos de la “vidriofagia” en su salud, se entera que lo estudiaron en el Hospital Nacional, donde estuvo ingresado en la Sala A, quinto piso, cama 71, con una historia clínica que decía: “Paciente que come vidrios”.
Allí –cuenta- permaneció dos meses y cuatro días: le examinaron la saliva y catorce veces los jugos gástricos: todo normal. Nunca se ha cortado, pues tritura el vidrio hasta el polvo antes de ingerirlo. Tampoco ha tenido problemas por esta deglución.
Se suponía que Trígimo fuera un caso único, que cuando cerrara los ojos y se despidiera de este mundo sólo dejaría una leyenda, confirmada por algunos y desestimada por otros. Todos se equivocaron.
Un día perdido en la memoria del “vidriófago”, Omarcito, con solo cuatro años de edad, se accidentó un dedo, corrieron con él para el hospital y mientras médico y enfermera decidían el tratamiento, el niño se echó en la boca un ámpula de inyección y la trituró.
Increíble, pues nunca vio a su padre con este tipo de aperitivos. Se repetía la historia de 55 años atrás, cuando Trígimo degustó el primer vaso. Tampoco pasó nada esta vez con Omarcito, ni en lo sucesivo, con Oriol y Onel, los otros vástagos, quienes también gustan del cristalino buffet.
Trígimo no quiso conversar más, porque las buenas costumbres postulan que con la boca llena no se habla y el degustaba, frente a los periodistas (testigos presenciales), su enésimo tubo de lámpara fluorescente.

(Del libro Más allá de La Farola)

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